Después de unos meses de ausencia, he decidido retomar este blog. Los motivos de mi desaparición son bastante sencillos, la falta de tiempo. Aunque tal vez es una forma de decir que necesitaba desconectarme un poco, mientras me dedicaba a aplicar en la práctica lo que tantas veces se plasmó aquí en teoría. Me va bien, no me puedo quejar. Pero siempre uno necesita un espacio de expresión, y por ello vuelvo a MaskusPlanet. Sólo espero que mi ritmo de vida actual no frustre mis ganas de expresarme sobre los temas que siempre me interesan.
Empiezo compartiendo con ustedes un post que ví en Alt1040 sobre la importancia del crecimiento orgánico en redes, y que tan importante es ser influyente a simplemente coleccionar amigos, seguidores o «likers». El texto fue escrito por Pepe Flores, y a pesar de estar pensado para la realidad de México, se aplicar perfectamente para cualquier parte, incluyendo nuestro medio local.
“¿Necesitas fans para tu marca o empresa en Facebook? Garantizamos fans con el perfil deseado”, reza un anuncio que recién me topé en Twitter. La venta de seguidores es otro de los negocios jugosos que tienen muchas agencias de relaciones públicas, quienes han encontrado en la obsesión por los números otra veta de oro. No es inusual que muchas figuras públicas como políticos, empresarios o artistas tengan esta extrañísima fijación con las cifras y ese dogma de que más es mejor.
En este sentido, muchas agencias se aprovechan de esta herencia positivista en la que la estadística vence al análisis y el dato duro triunfa sobre la interpretación. Herencia compartida, por desgracias, por muchos políticos mexicanos — y no me extrañaría si hablamos de un mal extendido por América Latina. Se presume la cifra estratosférica, el número apantallador, sin dar pie a una explicación o un contexto. Es el mismo pensamiento que provoca la ilusión de que una elección se gana a golpe de encuesta.
Todo político quiere presumir que es el más seguido en Twitter o el que más amigos aglutina en Facebook. Es una cuestión básica de imagen pública, en la que el número refleja (en teoría) el arrastre que tiene. No se ve igual que tal o cual diputado tenga sólo 200 seguidores a que le persigan 40 mil. Desde esta perspectiva, lo que ofrecen las agencias es mejorar la imagen a través del aumento indiscriminado, el acarreo de los mítines políticos llevado a la esfera digital.
Sin embargo, al provocar este sesgo en pos de la apariencia, se sacrifica lo verdaderamente útil de las redes sociales: su uso como diagnóstico de la realidad. En este plano lo que importa es la influencia. No es cuánta gente escucha: se trata de quiénes son y qué tan fuerte resuenan tus palabras. Quizá el político de los 200 seguidores no tiene un alcance tan amplio, pero probablemente sea más profundo que el que ha comprado miles y miles de follows.
En cierto modo, me recuerda esa práctica incomprensible de comprar encuestas en los diarios. “Hay que proyectar que el candidato es fuerte”, dicen muchos directores de campaña que desembolsan fajos de billetes para decantar la balanza hacia el que tiene más dinero. Entonces, las encuestas pierden confiabilidad y se convierten en un concurso de popularidad. Se pierde su potencial para entender la realidad social —y por ende, para corregir el rumbo si algo va mal— y el político, con el ego rebosante, se ufana de ser el preferido del electorado, aunque sólo se trate de un ídolo de oro con pies de barro.
Con los seguidores comprados pasa lo mismo: el político podrá presumir que tiene montones de fanáticos, pero de poco sirve tener maniquíes en lugar de personas. Estoy cierto que el número proyecta una imagen, pero se desvirtúa el valor añadido de una buena gestión en redes sociales. La herramienta, concebida para recortar las distancias y promover el diálogo, termina en un soliloquio, una simulación en la que la forma derrota (por enésima vez) al fondo. Y, sobre todo, mientras impere el ego antes que la razón, siempre habrá quien se llene los bolsillos de dinero ingenuo con la trata de seguidores.